viernes, 1 de febrero de 2008

"Bueno y Malo" según Hans Reiner


LA OBRA “BUENO Y MALO” DE HANS REINER COMO MODELO DE LA ETICA FENOMENOLOGICA






“Bueno y Malo” constituye, sin ningún género de dudas, la obra síntesis del sistema ético de Hans Reiner. Las principales líneas de su pensamiento se encuentran en este “pequeño” libro.

Reiner, como fiel discípulo de E. Husserl, crea una ética menos material, sistemática y “ontologizante” que la que otros fenomenólogos pudieron crear influenciados también por Husserl como fueron, por ejemplo, Max Scheler o Nicolai Hartmann, lo cual también le llevó a estar más cerca de la fenomenología kantiana de lo moral de lo que lo pudieron estar estos últimos. Así, la Ontología y la Metafísica en general, pasan a un plano por lo menos “subordinado” , ya que el estudio de las intenciones, los afectos, la voluntad, la acción moral en general, deben ser comprendidos desde un prisma fenomenológico distinto.

La exigencia del deber en esta fenomenología tiene su fundamento en el deber para con el exterior, lo ajeno, el otro, pero al mismo tiempo lo que hace digno un valor lo encontramos en su interior, en el estudio de la decisión, la elección y la intención del sujeto que actúa. La obligación se define, por ello, entre ese exterior y el interior nuestro que nos fuerzan o exhortan al deber independientemente uno del otro.

Reiner puntualiza a veces con tesón en lo que diferencia al hombre de los demás animales para resaltar que el hombre es ante todo un animal moral con capacidad para religar su vida a un sistema axiológico que dé contenido a su vida desde un sistema. Su intención es insertar lo fenomenológico en lo kantiano, sobre la ética del deber por el deber mismo y conforme al deber, con la ley moral. Así lo expresa también J.L. Aranguren en su prólogo a “Vieja y Nueva Ética” cuando califica la obra de Reiner como un “original y valioso esfuerzo por “fenomenologizar” el kantianismo y ampliar sus un tanto estrechos y rígidos conceptos morales fundamentales”.

En nuestra común forma de actuar, solemos saber en la mayor parte de la ocasiones qué está bien y qué esta mal. Pero el problema de la obra que tratamos no será tanto este como el de describir en qué consiste una y otra cosa, en discernir en lo posible la esencia de ambos.

Al inicio de la obra nos expone que debe haber un sentido de lo moralmente bueno o de lo malo antes de que un mandato exterior lo conforme y acabe por legalizarse y universalizarse. El objetivo no será otro que el de saber a partir de qué conocemos esta “evidente” diferencia, cómo llegamos realmente a establecerla y de qué forma discernir “el origen de nuestro saber acerca de lo bueno y lo malo y a la vez, con ello, la esencia de esta diferencia” (1).

Este tipo de ética amalgama las líneas generales de su obra desde el moderno concepto de valor y desde el método fenomenológico. Prácticamente desde que la ética se conforma ciencia (asumiendo todos los riesgos de crítica que comportaría esta consideración), hay un acuerdo mayoritario en interpretar la diferencia de lo bueno y lo malo siempre a partir del uso que hagamos del deber. Este es el problema primero a someter a análisis: ¿de dónde adquirimos la conciencia del deber?.

Es evidente que todo contenido mental que se presenta a la conciencia puede ser agradable o desagradable, grato o ingrato, o simplemente neutro o indiferente, pero en ello no solamente hay una disposición subjetiva de necesidades o intereses propios, sino que también algo es agradable o desagradable en función de lo que Reiner denomina su “contextura objetiva” en tanto que el sujeto en cuestión se defina como digno o se haga merecedor de serlo. El concepto de “digno” es clave en el sistema reineriano y tiene un vínculo directo con el concepto de valor y así lo demuestra cuando define al valor como “eso que en un ser hace que este se nos presente como digno y por tanto como grato” (2).

Así mismo, Reiner entiende que existen dos tipos de valor: relativos y absolutos. Los primeros son aquellos “condicionados por la necesidad o (...) que satisfacen la necesidad” , tanto la propia como la ajena. Los absolutos, en cambio, tienen su esencia en que “ sean lo que son, es decir, en que sean con su modo de ser, en su forma esencial, en su ser así” (3). Su soporte fundamental está en su ser; no son lo que son por el hecho de interesar o venir bien a alguien, sino que lo son inmanentemente, por sí mismos.

De entre los valores absolutos destacan primordialmente dos: la vida y el derecho (aunque también hace mención a lo bello y al arte). En cuanto a la vida, es esta un valor condicionado por la necesidad misma de conservarnos a nosotros mismos, de agudizar un sentido de perpetuación en ella. Por esto es por lo que el valor de la vida llega a adquirir un matiz de profundo respeto y de ser algo sagrado. El derecho, por otra parte, en un cierto sentido también puede entenderse como un valor condicionado por la necesidad, aunque su legitimidad debe aspirar a configurarse como valor absoluto. Este tipo de derecho no será el jurídico o positivo, sino el natural y previo a todo estado de derecho. Se considerará por sí mismo, inmanentemente. Existen, por ello, dos tipos de derecho: uno subjetivo, que es el que Reiner entiende como positivo, y el derecho objetivo que se conforma como valor absoluto.

Pero hay una distinción o clasificación más en virtud de la relación existente entre un tipo de valor y otro. Es decir, los relativos son valores condicionados por la necesidad, pero esta puede recaer en beneficio propio o ajeno. Cuando el valor es relativo, y se condiciona por lo ajeno, entonces tendrá una relación directa con los valores absolutos. Así lo dice Reiner: “Podemos, por tanto, denominar conjuntamente a los valores absolutos y a valores relativos a otros que satisfacen la necesidad ajena valores objetivamente importantes. En oposición a los cuales los valores relativos a sí o que satisfacen la necesidad ajena han de denominarse valores sólo subjetivamente importantes” (4). Los segundos responden a los intereses particulares del sujeto volitivo, que desea, quiere o busca su propio beneficio; los primeros son condicionados por la necesidad (son subjetivos) de satisfacer la necesidad ajena.

Un valor objetivamente importante nos plantea, al igual que un valor absoluto, una exigencia o exhortación; cierto es que con un carácter más férreo desde un valor absoluto, como lo son el derecho, la vida, etc.

Lo “moralmente bueno” consiste se “secundar la exigencia o exhortación” para dar sentido a este valor cuando se nos presenta la situación, para obrar ante un valor objetivamente importante, el cual nos exige también renunciar en ocasiones a un valor subjetivamente importante. Cuando, por otra parte, no estamos en disposición de dejar de lado un valor subjetivamente importante y no nos sometemos a obrara en conformidad con las exigencias de los valores objetivamente importantes, decimos que nuestro obrar u omitir es moralmente malo. El fondo esencial que genera tal actitud radica en el egoísmo. Aunque también, a veces, no hay nada particular ni ningún interés personal que induzca a no obrar en relación a las exigencias de los valores absolutos, objetivamente importantes, sino que esto tiende a hacerse por sí mismo sin intereses o inclinaciones propias que pudieran estar detrás de todo.

Lo bueno y lo malo estarán profundamente ligados a la voluntad, a lo que queremos, cómo lo queremos, con qué intención lo queremos. También se relacionará directamente con las formas en que concebimos los distintos valores.

Reiner habla de un “egoísmo sano” que se debe buscar para no anularnos tácitamente a nosotros mismos por medio de los valores absolutos u objetivamente importantes. Esto puede considerarse una “autocrítica” a su propia teoría, pero no lo es en tanto que debemos indagar sobre un egoísmo legitimado que no tenga capacidad para cuestionar las bases de lo moralmente bueno. Es decir, es enteramente posible que se pueda tener derecho legítimo a valores condicionados por nuestra necesidad propia, a valores subjetivamente importantes. Parece evidente y correcto que un padre de familia, por ejemplo, se sacrifique mediante su trabajo para satisfacer las necesidades propias de su familia, lo cual, no dejará de ser un valor subjetivamente importante pero moralmente inexcusable, bueno, y en terminología reineriana “permitido”.

Ante dos valores objetivamente importantes a realizar, debiendo optar necesariamente por uno de ellos, la voluntad no tiene planteado ningún dilema para la elección de lo moralmente bueno pues cualquier solución lo será. Pero Reiner va más allá aún y entiende que además de absoluto y objetivamente importante los valores deben ser además moralmente verdaderos. Esta distinción recuerda en cierto sentido a la diferenciación kantiana de obrar “conforme al deber” y obrar “por el deber mismo”. Es decir, podemos estar decididos a cumplir o secundar la exhortación de un valor objetivamente importante en su contenido externo, en su acción, pero que únicamente este valor se utilice para fines propios, con lo cual, aunque formalmente a la luz de lo comprobado en la acción pudiéramos decir que con ella se haya defendido un valor objetivamente importante, más bien se trataría de un valor subjetivo motivado por distintas inclinaciones interesadas, que por otra parte, sólo el sujeto sería capaz de ser consciente del valor verdadero de su acción. De esto se deriva uno de los principales problemas de la ética: el imposibilismo para desvelar la intención y la voluntad verdadera de cada sujeto en sus acciones. Lo cierto es que aún así, sí se debe considerar la defensa de un valor objetivamente importante si es que formalmente se ha cumplido con lo es conforme al deber ( “la diferencia - dice Reiner - entre lo bueno y lo malo no depende en modo alguno de los valores en particular, sino tan sólo de la diferencia de las formas generales del valor descubiertas en nuestras consideraciones”) (5), aunque quepa la posibilidad de inclinaciones egoístas moralmente ilegitimas en el fondo de dichos valores objetivos, por lo que deberíamos disponer de otra pauta para definir lo bueno y lo malo, ya que no basta con que un valor sea objetivamente importante, sino que además es necesario que sea moralmente verdadero y sin aditivos de particularismos maquillados desde aquel (valor objetivamente importante). Llamamos “moralmente verdadero” a aquello que será correcto además de formalmente bueno. Esto puede recordarnos, aunque sea levemente, al concepto de “correcto” del sistema de Mill, y evidentemente al de Kant si relacionamos lo “moralmente verdadero” con la “acción por el deber”, o la realización de valores objetivamente importantes con el “obrar conforme al deber” lo cual dice de la acción que es moral, pero que aún no dispone del sentido estricto del valor moral. Kant diría que el sentido estricto del valor moral en la teoría de Reiner lo encontraríamos en lo que hace referencia a lo moralmente verdadero.

No solamente será el deber el motor que nos mueve a hacer lo bueno, sino también la responsabilidad de la elección la que nos induce a la realización de lo moralmente bueno dirigida desde nuestra conciencia de querer ver aprobadas nuestras acciones. Hay, por tanto, un paralelismo entre deber-bueno por un lado, y responsabilidad- moralmente verdadero por otro. Pero, ¿cómo determinar un conocimiento de lo moralmente verdadero? La amplia y desbordante realidad nos hace vacilar profundamente para dar respuesta a esta pregunta. Ante dos valores objetivamente importantes, en donde debemos decidirnos por uno (lo cual es decidir sobre lo verdaderamente moral), no ya elegir lo bueno o lo malo, sino decidirnos en el sentido anterior, en casi nada nos ayuda ahora el acudir a una jerarquía de valores ya que la realidad es mucho más rica en situaciones y contextos particulares. Inevitablemente hay muchos aspectos a tener en cuenta antes de decidirnos por un valor objetivamente importante u otro, tales como el principio del número y la cantidad, las posibilidades efectivas de éxito... Vemos así que un conocimiento seguro de lo moralmente verdadero o falso nunca será del todo posible. Con lo cual, en mi particular opinión, es como si dejásemos colgado lo que confiere un valor a la acción moral.

El egoísmo, por otra parte, es el sustento fundamental de todo valor subjetivamente importante. Pero existen distintos tipos de egoísmo, de los cuales alguno puede estar legitimado moralmente o permitido al punto de que quizá el término egoísmo pueda resultar demasiado fuerte desde su ordinaria concepción peyorativa. Kant reconocía el derecho de todo hombre a ser feliz; Reiner diría de esto que podríamos estar en un caso de egoísmo plenamente justificado. Dentro de ello, uno de los puntos donde convergen, o mejor, desde el que proceden necesidades propias y subjetivas es el “instinto de la propia conservación y de un instinto de la conservación específica” (5). Pero en muchos casos, aunque ciertas necesidades personales provengan de tal instinto, o bien no son conscientes de ello, o bien no tenemos la intención de desarrollar nuestra propio instinto de conservación, tales como la necesidad de paliar la sed, el hambre o el deseo sexual cuando se satisfacen por la satisfacción misma y no por tener un sentido o instinto de conservación (aunque es de aquí de donde proviene el deseo de aliviar gran parte de este tipo de necesidades). Reiner por ello puntualiza que debemos “observar en general que los fines que se dan a nuestra conciencia en nuestras necesidades como objetos de ellas no coinciden con los fines naturales” (6). Ante todo distingue fundamentalmente cuatro tipos de necesidades:
1ª.- aquellas cuya satisfacción es necesaria para nuestra existencia (comer, dormir...)
2ª.- aquellas cuya satisfacción no está ligada incondicionalmente a nuestra existencia, pero que la favorece (el deseo de saber, de formarse...)
3ª.- las que su satisfacción no benefician a nuestra existencia, sino sólo a nuestra comodidad, a nuestro gusto, pero con ello no perjudicamos nuestra salud.
4ª.- aquellas otras cuya satisfacción es perjudicial a nuestra salud física o psíquica, pero se entienden o se sienten como verdaderas necesidades.
La conclusión de lo expuesto hasta aquí es que hay necesidades que quedan definidas como subjetivamente importantes pero que también son un aporte efectivo a la realización de un valor objetivamente importante, es decir, que no solamente tenemos derecho al disfrute de la consecución de necesidades propias, sino que esto es lícito (tal como puede ser el ejemplo del padre de familia que por interés propio trabaja por sus hijos) y adquiere una significación positiva y moralmente verdadera, razón por la cual Reiner nos dice que “la Ética habla aquí con razón de deberes del hombre “para consigo mismo”, con lo cual podría estar plenamente de acuerdo Kant.
Es evidente, e incluso podría ya resultar ocioso, decir que la postura de Reiner es reivindicar claramente una Ética de los valores desde un ámbito fenomenológico, que considera los valores mismos como actos propios del conocimiento. Esto será defendido a ultranza por Dietrich von Hildebrand, discípulo de Husserl. Pero no porque desde esta perspectiva fenomenológica se defiendan los valores como actos del conocimiento por ello son independientes de la voluntad afectiva de un sujeto o sujetos.
La acción que es moralmente buena y posee un valor moral implica o exige una correspondencia, una conformidad a una exhortación, un comprometerse a continuar realizando un valor moralmente bueno o a hacerlo efectivo si aún es inexistente como tal. La no correspondencia, el no mantenimiento o realización de valores objetivamente importantes nos da la pauta de un mal comportamiento, de unos valores moralmente falsos.
Es por ello, como ya hemos apuntado, que la voluntad tiene una función orientadora de los valores, que será a su vez la que nos describa la esencia del valor.
Aunque Scheller, Hildebrand, Hartmann o Reiner se encuentran dentro de un mismo campo de estudios en los que se refiere a la Ética, es decir, el estudio de la concepción del valor como acto evidente del conocimiento, Reiner sin negar esto, lo completa con la “mera” idea de la tendencia, la intencionalidad, la decisión y la elección. La diferencia de Reiner está en que intenta abordar una vía intermedia entre el valor como acto del conocimiento y como acto emotivo o vivencia emocional.
Para Reiner, lo objetiva y lo subjetivamente importante tienen un valor apriorístico en el sentido de que para que actuemos bajo uno u otro valor debemos previamente someternos a la elección de uno de los dos valores. Ambos implican un requerimiento a que se realicen. El requerimiento a realizar lo subjetivamente importante proviene de la necesidad del otro. Lo apriorístico de estos valores se fundamenta en que pueden ser renunciables. Pero el acto de renunciar no es terminar o acabar con el requerimiento o la exigencia de los valores. El no cumplir lo que se debe hacer no implica renunciar a ello.
La omisión como medio para obtener una finalidad, corrobora la renuncia. Esta (la renuncia), no es la erradicación del beneficio ni no hacer lo pedido, sino que es omitir mediante la propia conducta algo que generará un beneficio para mí. Por ello es necesario que para que exista la renuncia, el beneficiario debo ser yo (que soy el que renuncia) y además debo tener alguna capacidad de eficacia para que mi beneficio se produzca con posibilidades de éxito.
Toda ética que aboga por defender la existencia de contenidos apriorísticos en la que son estos los que de verdad fundan todo el sistema ético, plantea numerosas y complicadas cuestiones. Por ejemplo, tenemos la problemática que plantea la concepción de Scheler. Para él no es acertado poner como objeto o finalidad una norma suprema, un valor último al que aspirar necesariamente, debido a que todo valor estará presente en todo momento y dado a priori en nuestro modo de percibir las cosas. Así lo expresa Karol Wojtila: “Su reserva – refiriéndose a Scheler- se refiere solamente a que no se debe poner como fin este “supremo valor” de la propia persona, que no se debe aspirar a él. ¿Por qué? Aquí entran en juego los presupuestos emocionales de todo el sistema de Scheler: el valor, que siempre viene dado como fenómeno, es dado a priori en la percepción afectiva intencional. Por esto el hombre percibe inmediatamente por vía afectiva, que es “bueno”, que actua “bien”. Y por tanto, “querer ser bueno” termina siempre en “querer percibir afectivamente que él mismo es bueno”” (7). La voluntad queda en un plano en el que no prima tanto como la percepción misma de lo que a priori entendemos como bueno o malo. No resulta sencillo, en mi opinión, una ética de los valores donde las aspiraciones tienen mayor importancia efectiva que la percepción “inmanente” de los valores de los que cada persona es portadora, pues desde este ángulo de la fenomenología se cae en el riesgo de subjetivación total de la ética conforme a la percepción particular de cada uno. Se antepone la percepción de lo bueno o lo malo a su realización como fin de un ideal. Parece ser, por tanto, que Scheler entiende que si los valores son un efecto o consecuencia de una aspiración a la realización de un fin, entonces no son tales valores. Sólo lo serán aquellos que a priori se perciben por si mismos.
Es evidente que todo esto contiene una profunda crítica al sistema ético del deber kantiano, de las acciones “por” y “conforme al deber”. Y digo esto, aludiendo a Scheler, pues Reiner en el principio de su obra “Bueno y Malo” deja también entrever –como Scheler- que hay un saber a priori acerca de lo bueno y lo malo. Reiner pone el siguiente ejemplo: “sobre lo bueno y lo malo, nosotros los hombres somos en general instruidos primero de niños por nuestros padres. En nuestro mundo occidental cristiano, los padres han sacado normalmente su saber acerca de ello de las doctrinas del cristianismo, es decir, de los mandamientos de Dios que en él se nos comunican. Ahora bien, en la medida en que consideramos esos mandamientos de Dios como obligatorio para nosotros, presuponemos que ese Dios es un Dios bueno. Así pues, ya antes de escuchar los mandamientos de Dios, tenemos que poseer un cierto saber acerca de lo que es bueno y malo” (8). Pero aún así, Reiner no deja de mantener una tesis opuesta a la de Scheler (o también a la de Hartmann) ya que este ve la aprehensión del valor como acto del conocimiento y Reiner como un acto emocional.
Reiner considera que el valor moral es un valor por si mismo. Su valor no es algo que se deba considerar desde las consecuencias de un acto, omisión o pensamiento. Hay por tanto una autonomía del valor moral, lo cual, tiene claras resonancias kantianas. En el estudio del bien moral, Kant al igual que Reiner, lo encuentra en la intención que deberá concordar con lo que Kant denomina “obrar por el deber mismo”. En esto incluso también podría estar de acuerdo Scheler. Pero entre este y Kant hay numerosas diferencias, entre otras la que sigue: Kant intenta una vía de espíritu ecléctico entre la intención moral y el resultado de la acción, es decir, debemos obrar “por deber” (moralidad) y “conforme al deber” (legalidad); Scheler cree que tal distinción no tiene lugar en un sistema ético.
Para el autor de “Bueno y Malo” la voluntad y lo moral están necesariamente vinculadas, e incluso la voluntad contiene en si a la decisión: “la decisión (...) no se da nunca sin la toma de posición volitiva” (9). También kant subraya esta misma idea cuando reconoce que “lo bueno (Gute) y lo malo (Böse) significan siempre una referencia a la voluntad en cuanto se halla determinada por la ley de la razón a hacer de algo su objeto” (10). Así, el valor de un bien, de un acto bueno, radicará en aquello que puedo querer o no querer. Este querer no está vinculado o condicionado por mi libre arbitrio, pues está sometido a una toma de posición volitiva que se crea en mí sin mediación, ni maquinación ni intervención, por lo que no podemos decir, por ello, que sea una decisión libre.
Una de las clases de distinción entre el hombre y el resto de animales la encontramos en la capacidad que aquel tiene para comprender los valores absolutos. Sólo el hombre puede manejar y entender datos que tienen una esencia inmanente, un valor por si mismos independientemente de las particulares necesidades de cada sujeto en concreto.
Lo que confiere un verdadero valor moral a una acción se encuentra en el interior de toda voluntad, en lo que a esta ha movido a tomar una posición o a llevar a cabo una acción de cara al exterior. Por tanto, la acción que se precie como moral debe además ser verdaderamente buena y poseer un valor moral que será generado por la intención interior de cada cual. Aún ello así, debemos tener presente que “el resultado éticamente exigido no siempre va acompañado de la intención exigida” (11). Aunque, como Reiner apunta al principio de su obra “Vieja y nueva Ética”, debemos ser muy cautos al hablar de buenas intenciones y no hacerlo inconscientemente y sin más, pues, por ejemplo, buena intención pudo haber sin duda en los primeros tiempos de la inquisición medieval, cuando su función era orientar e instruir al cristianismo. Esta siguió siendo su máxima o intención primordial, pero todos conocemos que más avanzados en el tiempo esta misma intención generó efectos y resultados radicalmente distintos e inclusos opuestos a los objetivos iniciales. Tal es así que por esto no debemos pasar por alto a qué se llama buena voluntad o buena intención.
Dice Reiner de la ética kantiana que “es, de facto, una síntesis de la ética de la intención y la del resultado” (12), es decir, que tan importante es éticamente obrar por deber que obrar conforme al deber. Pero acusa a Kant de adoptar una postura quizá demasiado simple cuando entiende que la índole de la intención moral no es sino únicamente un modo de respeto a la ley. Para la ética fenomenológica reineriana, la intención moral se funda sobre la relación de la acción y aquellos fines propuestos.
El sentido de la palabra “bueno” (en el sentido en que Santo Tomás la emplea como “bonum”) tiene una nueva significación cuando desde la ética fenomenológica se otorga un nuevo sentido al concepto de valor que es propio, inderivable y autónomo de la intención moral. Teniendo en consideración lo dicho, lo moralmente bueno se realizará cuando hay una intención o posicionamiento de la voluntad para realizar un valor objetivo. Lo moralmente malo alude a una disposición o intención en contra de un valor objetivo. Scheler y Hartmann estarían de acuerdo con el nuevo sentido del concepto “valor”, pero mostrarían su desacuerdo con el hecho de que lo bueno o lo malo sea posible definirlos independientemente de una jerarquía de valores. Así lo dice Hans Reiner: “el obrar bueno consiste, según Scheler, en la realización del más alto de entre dos o más valores positivos, y el malo, por el contrario, en la elección del más bajo o de un valor negativo” (13). Con Reiner podemos coincidir en entender que una jerarquía de los valores tal y como Hartmann y Scheler la entendían, puede resultar útil para optar por una decisión razonable, moralmente buena y objetivamente importante en aquellos casos en que debemos optar por decidir o elegir de entre varias posibilidades, las cuales, todas ellas, son objetivamente importantes y moralmente buenas...



NOTAS Y CITAS

(1).- “Bueno y Malo”. P. 16
(2).- “ “ “ . “ 19
(3).- “ “ “ . “ 24
(4).- “ “ “ . “ 28
(5).- “ “ “ . “ 47
(6).- “ “ “ . “ 48
(7).- “Max Scheler y la ética cristiana”. p.114, parte II, Cap. III.
(8).- “Bueno y Malo” p. 15 . Los subrayados son mios.
(9).- “Vieja y Nueva Ética”. p. 41
(10).- “Kritik der Praktische Vernünft”. Se refiere a la parte primera del LibroI, capítulo II.
(11).- “Vieja y Nueva Ética” p. 15
(12).- “ “ “ “ “ 23
(13).- “ “ “ “ “ 25.




BIBLIOGRAFÍA

HANS REINER.- “Bueno y Malo. Origen y esencia de las distinciones morales fundamentales” Introducción y traducción del profesor Juan Miguel Palacios. Ediciones Encuentro, Madrid, 1985.

HANS REINER.- “Vieja y Nueva Ética”. Prólogo de J.L.L. Aranguren. Traducción de Luis Gª San Miguel. Revista de Occidente, Madrid, 1964.

J.M. PALACIOS.- “El conocimiento de los valores en la ética fenomenológica”. Revista Pensamiento, Madrid, 1980, pp. 287-302.

J.M. PALACIOS.- “La Esencia del formalismo ético”. Revista de Filosofía, 3ª Época, Vol. IV, pp 335-349. Madrid.

I. KANT.- “Kritik der praktische Vernünft” . F. Meinen Verlag. 1984